domingo, 12 de marzo de 2017

Carta de una mujer a todo un mundo


La ira colma mi mente y nubla mis ojos. Provoca el deseo de volcar todo el maremágnum de pensamientos que bulle dentro de mi cabeza. Es mi vivencia, una sensación personal cuya voluntad es ser compartida, pues es altamente probable que más personas la sufran. Quiero encontraros, a todos vosotros, y que entendáis este mensaje como punto de reflexión.

Mi nombre es Eva. Tengo 24 años. Y soy mujer, y aunque por mi nombre parezca una obviedad, no lo es. Ser mujer te define como una persona de género femenino. No  comprendo, entonces, por qué a veces no se nos trata como personas que somos.

Comparto la idea de que la mujer, como el hombre, es un ser libre y digno, y que debe ser respetado por el resto del colectivo social. ¿Lo pienso porque soy mujer? Sí, claro, lo pienso porque soy mujer, y porque eso significa ser persona. No me siento la distracción visual de los hombres, ni que mi cometido en el mundo sea deleitarlos con mis curvas, ni que estoy aquí para complacerlos, ni para sufrir en silencio sus descalificativos y “piropos”, que ya os aseguro que por mí pueden metérselos por algún sitio impropio.

Una tarde normal, de un día corriente. Salgo a caminar, actividad que favorece la salud física y mental. Me gusta la ciudad. Ver la gente, los edificios, las situaciones…, la historia, la vida. Me visto con algo cómodo: unas mallas, una camiseta de hombreras, una gorra para protegerme de este sol infernal, y unos cascos porque me encanta la música y porque son mis fieles aliados, el escudo que me protege y me permite evadir los improperios que lanza la lengua sucia de una sociedad que persiste en estar anclada en un machismo absurdo e irracional.

Es horrible, pero me ha invadido el desánimo cada vez que me he vestido con unas mallas, con una falda, con un pantalón, con una sudadera…, en realidad, como si fuese en pijama, oigan. Porque sabía que existía una posibilidad, por mínima que fuera, de que algún necio me hiciera algún comentario inapropiado por la calle excusándose en lo que porto, aprovechando que camino sola, cabizbaja para evitar el contacto visual con ellos. Odio caminar cabizbaja por la calle. Me avergüenza hacerlo por vosotras, mujeres de todo el mundo. No os lo merecéis. No es lo idóneo para luchar contra la discriminación que sufrimos. Hoy fue distinto. Me dije que eso iba a cambiar.

No hice lo de siempre: callarme y agachar la cabeza o mirar al frente con cara de pocos amigos. Hoy contesté. Contesté con la idea que pretendo que se entienda y con la que todos convivamos.
Recibí, por parte de un hombre con clara falta de la capacidad que nos dota de sensibilidad, un graznido. Porque sí, a veces no llegan a ser formuladas ni palabras, solo gruñidos, ruidos, como si de un animal se tratara y, por consiguiente, yo lo fuera, dado que pretenden que nos demos por aludidas. Era un hombre que podría ser perfectamente mi padre. Aunque eso poco importa en este mundo. Me lanzó un ruido, y parecía que mi conciencia había despertado, y sin pensarlo le espeté: “¡Un poco de respeto, hombre!”. Sé que muchos pensaréis que no es gran cosa, pero yo nunca me esperaba concretar con tanta exactitud en palabras la idea que quería sintetizar y en la que resumía todo lo que quiero que desaparezca con el machismo: la falta de respeto. Merecemos el mismo respeto que ellos porque somos seres iguales, nos vincula la misma condición: la humana.

Después dijo alguna cosa, pero yo no la oí. Tampoco me interesa lo que dijera. Igual que tampoco me interesaba el graznido que me dirigió en un principio. Solo espero que algún día entienda que él me trató como si yo fuera un objeto profiriendo un sonido más propio de una cabra que de un ser humano, y yo me dirigí a él con un mensaje claro, de palabras, que es el sistema por el que intelectualmente nos entendemos las personas.

Os escribo todo esto con lágrimas en los ojos, con llanto en el corazón. Con la mente débil, y el alma encogida en un doloroso suspiro. Porque este es el efecto que tienen en mí estas situaciones que se dan en un día normal de una chica normal con una vida normal.

No soy ni un bellezón, ni un pibón … Soy una mujer que quiere tener una vida humana digna.

Como yo, millones de mujeres en este mundo padecen estas nefastas sensaciones. Así que cuando pensemos tópicos como “solo es un piropo”, “es que algunas exageran”, “es que visten así para que les digan algo”, “¡qué mala leche tienen estas feministas!”, recordemos esto tanto para sentirnos libres y protegidas, si somos mujeres, como para empatizar con nosotras y eliminar estas conductas, si sois hombres: no excedamos los límites de nuestra libertad invadiendo la de otra persona vulnerando su intimidad y su bienestar por el simple hecho de ser mujer. Recordemos que ni a nosotras nos interesa escuchar el juicio que aflore en la mente de un desconocido acerca de nuestro cuerpo, ni los hombres que lo profieran piensen que es un piropo inocente, cuando en realidad nos lanzan una daga empapada en el veneno de ideas discriminatorias seculares bajo las que se escudan para actuar con total impunidad, sin tratar de mejorar y velar por su inteligencia emocional. Soy sincera en lo que digo, no invento una realidad paralela en la que la mujer es siempre la víctima y el hombre es un ser perverso. Vosotras lo sabéis. Vosotros también, porque algunos lo hacéis; y porque otros veis cómo otros lo hacen.


Que ningún hombre inocente se dé por aludido. Solo busco en vosotros empatía, que mediante este testimonio podáis entendernos un poco mejor y que si os parece la causa de la igualdad de género justa, luchéis a nuestro lado. Nada más.

viernes, 23 de marzo de 2012

Nunca "un día más"




El día me sonreía amargamente. No pude evitar pensarlo desde que el despertador sonó a las seis y media de la mañana. No es que este gesto me molestase; en absoluto. Pero percibí esta sensación en cuanto un agradable cosquilleo de placer invadió mi sistema nervioso y se manifestó exteriormente con una sonrisa al ser consciente de la hora más que me quedaba para dedicarle a la cama. 
Las siete y media...
Las ocho menos cuarto...
Las ocho y cinco...
Y cuarto...
El despertador sonaba cada cinco minutos, y yo lo apagaba, una y otra vez, rogándome un ratito más entre las sábanas, como si él gobernase el tiempo a su parecer. 
La pereza me invadió porque me asqueaba el día. Porque cada día que suena el despertador mi cabeza recuerda automáticamente el asco que le produce mi rutina. Y, ante esto, mi ente reacciona con la cobardía propia del avestruz que, ante una realidad que repele, esconde su pequeña cabeza bajo el ala.
Y no entiendo por qué tanta repulsión a mi día a día. Se supone que esto debería gustarme, qué digo gustarme, ¡entusiasmarme!, pero lo cierto es que... no. No es que no me guste Arquitectura (en absoluto), es solo que no me gusta la situación en la que yo misma, con mis reiterados errores, me sumerjo.

Vuelvo a padecer ese retraso crónico con respecto a la evolución normal del curso; vuelvo a sentir que los quehaceres me desbordan, y por eso trato de ignorarlos; vuelvo a sentir un leve deseo de querer hacer millones de cosas, y me siento impotente, porque el deseo es tan vago y son tantas las cosas que tengo que hacer, que mi sistema inmunológico de la pereza me suplica reposo y mente en blanco.

Pero no quiero... aunque parece que sí, porque no pongo medios apenas para remediarlo.

Y hoy pintaba ser otro de esos días odiosos; odiosos porque son tan horribles como el anterior y tan rotundamente penosos como el siguiente. Porque no prometen ser de otra manera, y ya está. 

No hice la entrega de dibujos... La noche anterior me abrumé, porque la había ido posponiendo a lo largo de la tarde, y se me acumuló hasta la noche. Era la segunda semana que iría a clase y no entregaría dibujos. Y sabía lo que significaba aquello: otro suspenso. Y, ante la realidad, ¿cómo reaccionó mi cuerpo? Con un pequeño rato de ocio y una buena noche de sueño.

Y se acabó ese día.

Y hoy no sentía que fuese a ser distinto. Porque todas las mañanas, cuando me levanto tarde, siempre me digo: "Dios mío, esta es la última, lo prometo. Dame otra oportunidad. Mañana empezaré con mi vida real, y haré bien las cosas. Por favor, que hoy todo vaya normal. Mañana... mañana, de verdad...". Esta es mi súplica de todas las mañanas. Y Dios no me vuelve la espalda nunca. En absoluto. Las mañanas transcurren más o menos tranquilas. Pero el cúmulo de trabajo sigue engordando. Y no solo es este el problema que se agrava, sino la impotencia crónica de mi cabeza. Esta mañana, también me lo dije, como todas.

Este día parecía desarrollarse más horrible, si cabe, que el resto. Todo un desastre, vaya. Y así lo fue. La práctica a mano de geometría no la logré acabar; ni tampoco la de AutoCAD, y además la envié con una hora y media de retraso. Seguro que los profesores no la corregirán. Me quedé sin comer por la dichosa práctica, y todo para enviarla tarde y mal. Pero esta vez, al menos, no tiré la toalla, me dije; esta vez no fue un "nunca". 

Regresé al colegio con una lentitud (o eso me pareció) desesperante. Mi humor se encontraba en un estado crítico, y mi estómago no cesaba de lanzar rugidos cual león que no encuentra presa que cazar. A pesar de ello, en vez de ir a mi habitación, me fui a la Sala de Prensa a acabar esa dichosa práctica. A intentarlo una vez más.

Y como mi humor era fatídico y no podría concentrarme para dibujar algo con buena intención, decidí gastar todo mi exceso de adrenalina en el gimnasio, para ver si podía volver a sonreír en aquel día tan lamentable. 

Lo conseguí. Y esa sonrisa me dio la fuerza que necesitaba para seguir cambiando.

Subí a mi cuarto y contemplé, deprimida, el caos que me rodeaba. Lo ignoré, me duché, me arreglé y me marché con un bloc de dibujo y un portaminas. Sentí ese impulso: el impulso de perderlo todo de vista. Sentí  el deber de marcharme a pensar lejos de allí.

Y así fue. Me fui a comer algo, porque aquella tarde no me había llevado nada a la boca, y en Rodilla me puse a dibujar... a pensar... a trazar... a hablar en voz baja con mi psique y mi entelequia. Y fui capaz de atisbar un rayito de sol entre la áspera y densa neblina de aquel día. Continué mi frenético delirio de trabajo en Starbucks, tratando de pensar algo mientras escuchaba a unas adolescentes chillonas e insoportables. Pero, lo cierto es que les agradezco la tarde.

Necesitaba aislarme y sentir mi yo; estar sola para volver a encontrarme. Y no sé si hoy lo logré, pero sé con certeza que existo, y me he saludado. Espero que este sea el principio de una bonita amistad conmigo misma. 

Sentí cómo sonreían mis labios; mis ojos; mi pensamiento, mi corazón... y mi mano, que, alegre, blandía el lápiz con orgullo y satisfacción, sintiéndose honrada de ser ella quien plasmase los esbozos débiles de pequeñas e infantiles ideas de un proyecto de arquitecto
Me senté al lado de la ventana mientras tomaba aquel interminable café. Hacía tanto tiempo que no me sentía tan feliz... Era eso lo que anhelaba contemplar: la independencia, el individualismo. Porque hacía mucho que vivía siendo demasiado consciente de la vida de los demás. 
La gente que deambulaba por la acera... cada uno con una vida, con un objetivo, con un destino; cada uno, una vorágine de relaciones diferentes; una perspectiva única; una vida desconocida. 
Y me sentí autora de mi propio destino.

Porque, amigos, nosotros poseemos la pluma que escribe nuestro futuro. 
Solo que, a veces, se nos ocurren malas ideas que plasmamos en las páginas de nuestra vida.

jueves, 15 de marzo de 2012

Primeros pasos...





Todo comenzó cuando miraba. Siempre empieza igual. Todo nace cuando quieres verlo. La curiosidad humana es así de indómita: por más que quieras ignorar, nunca lo consigues.

Es el recuerdo diestro de una niña pequeña. Una niña que jugaba con los ojos a ver las grandes masas soberbias que se extendían, infinitas, y que anhelaban sumergirse en las esponjosas nubes.

¿Y cómo, aquello tan grande, lograba sostenerse? ¿Por qué las piedras de aquel puente romano, que carecían de un hormigón que las compactase, no caían al suelo y se hacían añicos? ¿Cómo era posible que los antiguos realizasen tan sensiblemente aquellas esculturas, que más parecían mimos humanos empolvados de talco que entes inertes de mármol?


El tacto de la piedra, la maravilla de un grabado, la estridencia de las bisagras de una puerta abandonada en los siglos, el susurro del eco perdido en los inefables recovecos de una catedral...


Así discurría el pensamiento en la cabeza de aquella niña. Por supuesto, no cobraba la banal forma del verbo, sino que se manifestaba en forma de sentimientos, palpitantes destellos de emociones que la contemplación despertaba en ella.


Y mirando, mirando, mirando..., se hizo el anhelo de ser arquitecto.