viernes, 23 de marzo de 2012

Nunca "un día más"




El día me sonreía amargamente. No pude evitar pensarlo desde que el despertador sonó a las seis y media de la mañana. No es que este gesto me molestase; en absoluto. Pero percibí esta sensación en cuanto un agradable cosquilleo de placer invadió mi sistema nervioso y se manifestó exteriormente con una sonrisa al ser consciente de la hora más que me quedaba para dedicarle a la cama. 
Las siete y media...
Las ocho menos cuarto...
Las ocho y cinco...
Y cuarto...
El despertador sonaba cada cinco minutos, y yo lo apagaba, una y otra vez, rogándome un ratito más entre las sábanas, como si él gobernase el tiempo a su parecer. 
La pereza me invadió porque me asqueaba el día. Porque cada día que suena el despertador mi cabeza recuerda automáticamente el asco que le produce mi rutina. Y, ante esto, mi ente reacciona con la cobardía propia del avestruz que, ante una realidad que repele, esconde su pequeña cabeza bajo el ala.
Y no entiendo por qué tanta repulsión a mi día a día. Se supone que esto debería gustarme, qué digo gustarme, ¡entusiasmarme!, pero lo cierto es que... no. No es que no me guste Arquitectura (en absoluto), es solo que no me gusta la situación en la que yo misma, con mis reiterados errores, me sumerjo.

Vuelvo a padecer ese retraso crónico con respecto a la evolución normal del curso; vuelvo a sentir que los quehaceres me desbordan, y por eso trato de ignorarlos; vuelvo a sentir un leve deseo de querer hacer millones de cosas, y me siento impotente, porque el deseo es tan vago y son tantas las cosas que tengo que hacer, que mi sistema inmunológico de la pereza me suplica reposo y mente en blanco.

Pero no quiero... aunque parece que sí, porque no pongo medios apenas para remediarlo.

Y hoy pintaba ser otro de esos días odiosos; odiosos porque son tan horribles como el anterior y tan rotundamente penosos como el siguiente. Porque no prometen ser de otra manera, y ya está. 

No hice la entrega de dibujos... La noche anterior me abrumé, porque la había ido posponiendo a lo largo de la tarde, y se me acumuló hasta la noche. Era la segunda semana que iría a clase y no entregaría dibujos. Y sabía lo que significaba aquello: otro suspenso. Y, ante la realidad, ¿cómo reaccionó mi cuerpo? Con un pequeño rato de ocio y una buena noche de sueño.

Y se acabó ese día.

Y hoy no sentía que fuese a ser distinto. Porque todas las mañanas, cuando me levanto tarde, siempre me digo: "Dios mío, esta es la última, lo prometo. Dame otra oportunidad. Mañana empezaré con mi vida real, y haré bien las cosas. Por favor, que hoy todo vaya normal. Mañana... mañana, de verdad...". Esta es mi súplica de todas las mañanas. Y Dios no me vuelve la espalda nunca. En absoluto. Las mañanas transcurren más o menos tranquilas. Pero el cúmulo de trabajo sigue engordando. Y no solo es este el problema que se agrava, sino la impotencia crónica de mi cabeza. Esta mañana, también me lo dije, como todas.

Este día parecía desarrollarse más horrible, si cabe, que el resto. Todo un desastre, vaya. Y así lo fue. La práctica a mano de geometría no la logré acabar; ni tampoco la de AutoCAD, y además la envié con una hora y media de retraso. Seguro que los profesores no la corregirán. Me quedé sin comer por la dichosa práctica, y todo para enviarla tarde y mal. Pero esta vez, al menos, no tiré la toalla, me dije; esta vez no fue un "nunca". 

Regresé al colegio con una lentitud (o eso me pareció) desesperante. Mi humor se encontraba en un estado crítico, y mi estómago no cesaba de lanzar rugidos cual león que no encuentra presa que cazar. A pesar de ello, en vez de ir a mi habitación, me fui a la Sala de Prensa a acabar esa dichosa práctica. A intentarlo una vez más.

Y como mi humor era fatídico y no podría concentrarme para dibujar algo con buena intención, decidí gastar todo mi exceso de adrenalina en el gimnasio, para ver si podía volver a sonreír en aquel día tan lamentable. 

Lo conseguí. Y esa sonrisa me dio la fuerza que necesitaba para seguir cambiando.

Subí a mi cuarto y contemplé, deprimida, el caos que me rodeaba. Lo ignoré, me duché, me arreglé y me marché con un bloc de dibujo y un portaminas. Sentí ese impulso: el impulso de perderlo todo de vista. Sentí  el deber de marcharme a pensar lejos de allí.

Y así fue. Me fui a comer algo, porque aquella tarde no me había llevado nada a la boca, y en Rodilla me puse a dibujar... a pensar... a trazar... a hablar en voz baja con mi psique y mi entelequia. Y fui capaz de atisbar un rayito de sol entre la áspera y densa neblina de aquel día. Continué mi frenético delirio de trabajo en Starbucks, tratando de pensar algo mientras escuchaba a unas adolescentes chillonas e insoportables. Pero, lo cierto es que les agradezco la tarde.

Necesitaba aislarme y sentir mi yo; estar sola para volver a encontrarme. Y no sé si hoy lo logré, pero sé con certeza que existo, y me he saludado. Espero que este sea el principio de una bonita amistad conmigo misma. 

Sentí cómo sonreían mis labios; mis ojos; mi pensamiento, mi corazón... y mi mano, que, alegre, blandía el lápiz con orgullo y satisfacción, sintiéndose honrada de ser ella quien plasmase los esbozos débiles de pequeñas e infantiles ideas de un proyecto de arquitecto
Me senté al lado de la ventana mientras tomaba aquel interminable café. Hacía tanto tiempo que no me sentía tan feliz... Era eso lo que anhelaba contemplar: la independencia, el individualismo. Porque hacía mucho que vivía siendo demasiado consciente de la vida de los demás. 
La gente que deambulaba por la acera... cada uno con una vida, con un objetivo, con un destino; cada uno, una vorágine de relaciones diferentes; una perspectiva única; una vida desconocida. 
Y me sentí autora de mi propio destino.

Porque, amigos, nosotros poseemos la pluma que escribe nuestro futuro. 
Solo que, a veces, se nos ocurren malas ideas que plasmamos en las páginas de nuestra vida.

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